Murillo acelera depuraciones en el FSLN frente a la implosión del poder y sucesión dinástica incierta

El método de depuraciones internamente en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) ha llegado a un nuevo nivel, señalado por la reciente detención domiciliaria de Bayardo Arce, uno de los pocos personajes históricos con peso político y económico dentro del gobierno nicaragüense. Esta acción, impulsada por Rosario Murillo, verifica una táctica sistemática de concentración del poder, destinada a suprimir cualquier indicio de independencia dentro del sistema estatal y partidario.

Arce, excomandante guerrillero y asesor económico de la presidencia, fue despojado de su escolta y apartado de sus funciones sin anuncio formal. Las autoridades allanaron su oficina y su residencia, imponiéndole posteriormente arresto domiciliario. Este hecho simboliza no solo una ruptura con el pasado revolucionario del sandinismo, sino también una advertencia directa a cualquier figura del entorno oficialista que aún conserve vínculos con sectores empresariales, diplomáticos o estructuras paralelas al núcleo duro del poder.

Según fuentes cercanas al proceso, el arresto de Arce se inscribe en un patrón que ha venido repitiéndose desde hace meses. Diversos cuadros históricos han sido marginados, silenciados o perseguidos, incluyendo a Humberto Ortega, hermano del presidente, y a Henry Ruiz, también excomandante de la revolución. Rosario Murillo, vicepresidenta y figura con creciente poder institucional, encabeza esta operación cuyo propósito es asegurar una transición dinástica, en la que su hijo Laureano Ortega emerge como potencial sucesor.

La razón de estas eliminaciones parece tener dos objetivos. En primer lugar, se busca evitar cualquier oposición interna que pueda cuestionar la permanencia del control dentro del núcleo familiar. En segundo lugar, pretende reforzar una nueva estructura de poder sin conexiones con el pasado revolucionario, sustituyendo antiguos aliados por funcionarios fieles, leales únicamente a Murillo y su dirección política.

Analistas en el exilio señalan que este tipo de maniobras, lejos de representar una señal de fortaleza, reflejan un creciente temor en las altas esferas del gobierno. La sucesión presidencial, aún no definida formalmente, genera tensiones internas, en un contexto donde el deterioro físico del presidente Daniel Ortega es evidente. La copresidencia de facto entre Ortega y Murillo, reforzada legalmente en los últimos meses, parece ahora el mecanismo clave para sostener la continuidad institucional, mientras se prepara un eventual traspaso hacia Laureano o, directamente, hacia Rosario Murillo.

La situación también revela una implosión silenciosa dentro del FSLN. La base histórica del partido ha sido progresivamente apartada del poder real. Lo que alguna vez fue una estructura política colectiva con diversas corrientes internas, se ha convertido en un aparato vertical, altamente centralizado y subordinado a decisiones personales de la familia presidencial. Las estructuras de diálogo con empresarios, medios, sectores religiosos y organizaciones de base han sido sustituidas por un discurso cerrado, excluyente y altamente represivo.

El caso de Bayardo Arce representa, en este sentido, una señal inequívoca de que ya no hay espacio para figuras con iniciativa propia dentro del oficialismo. Su cercanía con sectores empresariales y su rol como interlocutor técnico eran vistos como una amenaza para el control absoluto que Rosario Murillo busca consolidar. La eliminación de su figura es también un mensaje hacia otros actores del sistema: la lealtad ya no basta; se exige obediencia sin matices.

La purga interna también coincide con un contexto internacional adverso. Nicaragua enfrenta sanciones, aislamiento diplomático y creciente presión por violaciones a los derechos humanos. En este escenario, el régimen ha optado por blindarse internamente, cerrando filas y eliminando cualquier posibilidad de fisura. Las decisiones políticas ya no responden a criterios de gobernabilidad o pragmatismo económico, sino a una lógica de supervivencia del núcleo dirigente.

Con las figuras históricas del sandinismo neutralizadas, y la oposición política en el exilio o en prisión, el país entra en una fase de control casi total por parte del binomio Ortega-Murillo. Sin embargo, esta concentración de poder no está exenta de riesgos. El malestar social crece, la economía enfrenta estancamientos estructurales, y los actores internacionales observan con creciente preocupación el rumbo autoritario de Nicaragua.

La implosión de las estructuras internas del FSLN no implica, necesariamente, una caída inmediata del régimen, pero sí una señal clara de que su base política se estrecha cada vez más. En este contexto, el proceso de sucesión se perfila como una etapa decisiva, no solo para la familia gobernante, sino para el futuro inmediato del país. La represión podrá silenciar voces, pero no detendrá las tensiones latentes en una sociedad que observa, con temor e incertidumbre, el avance de un poder cada vez más personalista.

Por Carmen Reyes Alonso

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